Monday, May 16, 2005

Un par de relatos de pelos !!!!!!! (mios, obviamente)

La Tinta y las Venas

Me desperté sobresaltado. Gotas de transpiración manaban de todo mi cuerpo, mientras mi lecho poco a poco se había convertido en un lodazal, una mezcla infame de sudor, semen y lágrimas negras que, durante horas interminables, no paraban de manar desde mi cuerpo.

Haciendo recuerdos y separando lentamente lo concreto de lo confuso, la situación era la siguiente: me encontraba en un cuarto blanco de proporciones descomunales. Desde el lugar donde me encontraba no podía vislumbrar las dimensiones de dicho espacio, ni separar el alto y el ancho de las paredes. Mi indumentaria era la de un típico caballero inglés de comienzos del siglo XX: levita, frac blanco, humita blanca, sombrero hongo; prendedores y colleras de oro. Parecía que en mi cara, en cualquier momento se iniciaría la Primera Guerra Mundial. Sin embargo hasta ese momento, nada parecía preocuparme. Como un niño y echado de guata en el suelo, solo me ocupaba de escribir con un gran lápiz de tinta roja, pliegos gigantescos de papel de un olor fragante; las mejores páginas de prosa, las cuales iban destinadas a cartas que algún día –según pensaba yo- me convertirían en el rey del mundo, o en el secreto mejor guardado de la literatura.
La caligrafía isabelina plasmada en cada rollo de papel, hinchaba mi cuerpo con la fuerza de cien toros robustos, y palabras, frases, relatos y ensayos iban dándole brillo a todos los inmaculados rincones de ese cuarto.
Escribía con un placer orgásmico. La punta de la pluma llegaba a echar llamas al momento de pasar frente a las hojas y hojas que a cada momento salían de mi mano. Como expresé anteriormente; estilo y corrección impecables, palabras precisas. Sensaciones traspasadas al papel con una asertividad impresionante para un ser tan básico como yo.
Cuando ya estaba en la cumbre de mi labor, la pluma saltó sobre el papel. Como una ameba hambrienta de sangre y carne fresca, la tinta roja de ésta, tomando el lugar de una mancha sin forma, iba devorando los papeles, mis palabras y el cuarto. El blanco inmaculado dio origen a un rojo encendido de rabia, que a cada momento fundía traje, papel, lápiz y textos recién hechos.
Intenté acercarme a la mancha en el papel y un intenso ardor se apoderó de mis extremidades. Grande fue mi horror al percatarme que mis dedos poco a poco se iban separando de las manos para formar un amasijo espantoso con la tinta, que con el correr de las horas y en una perfecta y dolorosa comunión con mi arruinado cuerpo, iban transformando a aquel blanquecino cuarto en un estanque de aquel líquido corrosivo emanado de la pluma, que como una planta carnívora, iba arrasándolo todo.
Lo último que recuerdo, -antes de despertarme consumido por el pavor y la tensión de aquellas horas terribles- es haberme estado elevando, en compañía de demonios alados sin forma ni conversación que a puntapiés marcaban el camino oscuro hacia la redención…

Ayiguna

Pese a las advertencias, seguí manejando por aquella ruta prohibida. Ambos lados del camino semejaban una tierra arrasada por un viento lúgubre y siniestro. Los árboles tronaban por un viento que aullaba como un lobo pequeño gimiendo de dolor. Millones de pequeñas hojas eran azotadas por corrientes de aire que parecían encender aun más el enrarecido ambiente.
Cuestas y cuestas me acompañaban por mí peregrinar, mientras mi mujer a cada momento, agarraba cada vez con mayor fuerza un pañuelo blanco entre sus también pálidos dedos. Intermitentemente la luna se escondía entre jirones de nubes que a cada momento cubrían determinados pedazos de cielo. El viejo Dodge del 65 parecía a cada instante avanzar directo al matadero, mientras sus grandes llantas, sus faros neblineros y demás artilugios de seguridad parecían no servir de nada, en medio de la cerrazón de la noche.
Antiguas leyendas de las montañas del norte de Canadá tienen reservado un nombre -Ayiguna- para aquellas jornadas de misterio que son vedadas para los nativos. Aquellos mismos relatos anunciaban la presencia de un monstruo gigantesco, que iba engullendo por los caminos a los incautos que se atrevían a merodear por los senderos de la zona. La población indígena describía pozos negros –anfitriones de la oscuridad- que mediante luces semejantes a fuegos de artificio, invitaban a aquellos infieles a poner un pie, para no volver jamás por sus antiguos pasos.
Creo que nunca podré establecer porque tomé la determinación de seguir esa noche. Tanto en la posada, como oficiales de la Real Policía Montada, nos advirtieron majaderamente que pasaramos la noche en el pueblo y retomar la senda a la jornada siguiente.
Sin hacer caso –hablo por mí y no por Margareth quien pese a seguirme en mi aventura se encontraba aterrada por la crudeza de los relatos- me subí resuelto al coche y partí con decisión a conquistar aquellas montañas. Sin percatarme me vi envuelto en aquel horrible páramo, sin salida para ninguna de las direcciones expuestas en los mapas. Poco a poco la situación iba haciéndose aun mas engorrosa, hasta que, un poco antes de alcanzar la cumbre la cuesta Dunhill, que divide Alberta con las tierras de la British Columbia, un juego de luces de todos colores me encandiló. Como pequeñas abejas equipadas con linternas, unos finos haces luminosos, hipnotizaban con su danza y con sus juegos nuestros sentidos, hasta el punto de perder toda noción de tiempo y espacio existente en la zona. Como un proceso que no iba a terminar nunca, dichos juegos luminosos dieron paso a una luz muy potente, un fulgor casi atómico, que hizo que nuestras miradas se extinguieran, para dar -casi enseguida- paso a una oscuridad total, un mundo húmedo y caluroso, sin árboles ni vida en kilómetros a la redonda.
El asfalto había dado paso a la piedra rudimentaria, mientras que los bosques se transformaban en una masa informe de malezas, lianas y helechos. O al menos eso era lo que se podía distinguir entre la oscuridad.
Avanzamos con cautela por el pedregoso camino, contemplando a cada vuela de rueda aquel paraje envolvente, donde el sonido de alimañas extrañas poco a poco nos iba carcomiendo nuestra sensibilidad.
Ya vencidos por no saber donde estábamos y el cansancio por encontrar una salida lógica a nuestra situación, nos echamos a dormir en el asiento trasero del Dodge. Grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos a la mañana siguiente con oficiales de las diversas guarniciones de policía de la zona; todos con vistosos membretes de la Provincia de Misiones y aun más grandes de la República Argentina.
Aun pasmados, a un paso de volvernos locos y sin saber ni una pizca del idioma de aquellas regiones, pudimos comunicarnos con los lugareños, quienes, espantados por nuestro fantástico relato nos encerraron en esta oscura prisión, lugar del cual declaro estos hechos, antes de ser deportado por demencia a América del Norte.

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