“Pedro Plaza estaba en las últimas, en la cochina calle, y acababa de vender su ropa usada, pero tenía una capacidad infinita de derroche, de gasto inútil. Entró, pues, al hotelucho ese, palpando en el bolsillo los billetes nuevos que acababa de cobrar de un ropavejero, y pidió un Calvados, un “calva” de buena marca,
-Y usted –preguntó la gabacha-, ¿No parte?
-No madame. Soy chileno.
-Pues no se le nota. ¿Es grave eso?
-No es una enfermedad, madame, es una nacionalidad”
“El Inútil de la familia” de Jorge Edwards.
Leí esas palabras de Edwards, en una de las mejores contratapas que he encontrado en un libro, se trata de la edición de “Criollos en París” del tío del aludido, Joaquín Edwards Bello, vuelta a lanzar al mercado a un precio bastante accesible, por Aguilar Editores.
Es la historia de chilenos en el extranjero, los mismos que ahora transcurridos 74 años desde primera edición del libro, en medio del exitismo económico post Pinochet, el mar de deudas al cual se acostumbraron las familias a nadar mes a mes y la emergencia de la clase media, nos dan el coraje y las patas para salir a conocer el mundo, y mostrarnos frente a él no sin cierta cuota de insolencia y descaro.
A juzgar por el texto de Edwards Bello, nada ha cambiado. Ni esos aires en insolencia dados por el otrora fuero diplomático –convertido ahora en ese chileno nuevo rico, canchero y prepotente al peo, en billeteras con dinero constante y sonante, y en ese “shilean-american way of life” , ignorante, retrógrado, provinciano y farandulero, como tampoco en ese chauvinismo barato, un tanto tarado, recalcitrante y por sobre todo, ordinario.
Al leer la contratapa del libro, recordé a aquella familia rubiecita, limpiecita, repleta de cabros chicos, de ademanes prepotentes y de hablar escandaloso, que esperaba el avión en el Aeropuerto Benito Juarez, para llevarlos a Cancún. O una vieja pelotuda que en la víspera de su partida a Miami y Disneyworld (¿Habrá un destino más siútico que ese?), llenó una gran maleta con Coca Colas y mostaza JB, aduciendo que la “mostaza de los gringos era demasiado mala”.
Recordé también a todo ese ejército de chicos UDI que partieron –junto con sus familias- a la canonización de alguno de sus santos siniestros en la Plaza San Pedro y cuya dieta eran puras hamburguesas del Mc Donalds. Se me vino también a la mente la pregunta –hecha no sin prepotencia en los restaurantes mendocinos- “¿Donde está el chorizo del bife que le pedí? Por que yo pedí un bife chorizo”. O los autos con patentes chilenas doblando en segunda fila –ante el estupor de todos- en aquella ciudad argentina.
Y llegué a la misma conclusión que la gabacha del texto; ser chileno, ante los ojos del mundo, es una horrible enfermedad. Un mal execrable que ni el tiempo, ni las revoluciones, como tampoco las buenas intenciones, logran extirpar de raíz.
-Y usted –preguntó la gabacha-, ¿No parte?
-No madame. Soy chileno.
-Pues no se le nota. ¿Es grave eso?
-No es una enfermedad, madame, es una nacionalidad”
“El Inútil de la familia” de Jorge Edwards.
Leí esas palabras de Edwards, en una de las mejores contratapas que he encontrado en un libro, se trata de la edición de “Criollos en París” del tío del aludido, Joaquín Edwards Bello, vuelta a lanzar al mercado a un precio bastante accesible, por Aguilar Editores.
Es la historia de chilenos en el extranjero, los mismos que ahora transcurridos 74 años desde primera edición del libro, en medio del exitismo económico post Pinochet, el mar de deudas al cual se acostumbraron las familias a nadar mes a mes y la emergencia de la clase media, nos dan el coraje y las patas para salir a conocer el mundo, y mostrarnos frente a él no sin cierta cuota de insolencia y descaro.
A juzgar por el texto de Edwards Bello, nada ha cambiado. Ni esos aires en insolencia dados por el otrora fuero diplomático –convertido ahora en ese chileno nuevo rico, canchero y prepotente al peo, en billeteras con dinero constante y sonante, y en ese “shilean-american way of life” , ignorante, retrógrado, provinciano y farandulero, como tampoco en ese chauvinismo barato, un tanto tarado, recalcitrante y por sobre todo, ordinario.
Al leer la contratapa del libro, recordé a aquella familia rubiecita, limpiecita, repleta de cabros chicos, de ademanes prepotentes y de hablar escandaloso, que esperaba el avión en el Aeropuerto Benito Juarez, para llevarlos a Cancún. O una vieja pelotuda que en la víspera de su partida a Miami y Disneyworld (¿Habrá un destino más siútico que ese?), llenó una gran maleta con Coca Colas y mostaza JB, aduciendo que la “mostaza de los gringos era demasiado mala”.
Recordé también a todo ese ejército de chicos UDI que partieron –junto con sus familias- a la canonización de alguno de sus santos siniestros en la Plaza San Pedro y cuya dieta eran puras hamburguesas del Mc Donalds. Se me vino también a la mente la pregunta –hecha no sin prepotencia en los restaurantes mendocinos- “¿Donde está el chorizo del bife que le pedí? Por que yo pedí un bife chorizo”. O los autos con patentes chilenas doblando en segunda fila –ante el estupor de todos- en aquella ciudad argentina.
Y llegué a la misma conclusión que la gabacha del texto; ser chileno, ante los ojos del mundo, es una horrible enfermedad. Un mal execrable que ni el tiempo, ni las revoluciones, como tampoco las buenas intenciones, logran extirpar de raíz.